Relatos

EL SECRETO DE LA CARTA 
 

Era una fría mañana de invierno, allá por el año 2008, cuando Oscar acompañaba a su madre en su paseo diario. El doctor había recomendado a la anciana caminar cada día y dar largos paseos, por lo que a Oscar, desempleado por aquellos días, le gustaba acompañar a su madre y siempre por algún motivo que el desconocía, la anciana insistía en atravesar el Campo Grande. Lugar que tantos y tantos recuerdos le hacían rejuvenecer a pesar de sus 84 años.

            Oscar era un hombre decidido a la vez que desanimado por la situación actual.  Tenía ya 45 años y cuanto más tiempo pasaba, más alicaído se encontraba debido a la escasez de empleo. Le gustaba la fotografía, pero apenas entendía de las nuevas tecnologías y se sentía anticuado y adelantado por los más jóvenes. Era alto, de cabellos rubios y de complexión delgada y vestía una cazadora y unos pantalones de pana. Mientras que en su mano llevaba enrollado el periódico que acababa de comprar en el kiosco de la esquina.

            Su madre sin embargo, era de aspecto más fuerte y altiva. Se protegía del frío con un largo abrigo azul marino que le caía hasta las rodillas y sobre su cabeza llevaba un extraño sombrero del mismo color, mientras que alrededor del cuello tenía un fular de lana bien enroscado.

            —¡Madre, sentémonos en ese banco unos minutos, a ver si hoy hay suerte! —le dijo— Ambos tomaron asiento y Oscar se dispuso a buscar en las ofertas de trabajo. Pero pronto su madre adivinó viéndole el rostro que otra vez no hubo suerte. Oscar dobló el periódico a la mitad y lo puso sobre las rodillas. Sin embargo al hacerlo algo de la contraportada llamó su atención.

            —¡Mira madre!, hay una exposición de fotos del siglo XX aquí en el Campo Grande. ¿Crees que habrá fotos de los abuelos? —la preguntó más animado—. Está aquí mismo, al otro lado del estanque… - Añadió. Pero antes de finalizar, su madre en un visto y no visto ya había echado a andar en aquella misma dirección, y esto provocó una leve sonrisa en Oscar.

            —¡Aquí es!, entremos.  —le dijo cuando llegaron a las puertas del recinto, en cuya entrada había un cartel anunciando la exposición. A aquella hora de la mañana, dado el frío y que era jueves, tan solo estaba allí el encargado y numerosas fotos en las paredes colocadas cronológicamente de izquierda a derecha, desde el año 1900, hasta el año 2000.

            Sin dudar un instante, la anciana observando las fechas, fue en busca de los años veinte. Todas las fotos ocupaban varias paredes, por lo general por décadas, y le fue fácil encontrar lo que más le interesaba, alguna foto de su madre a quien apenas conoció.

            —¡Hijo, aquí! —avisó la anciana. Ante sus ojos varias fotos del desaparecido teatro Pradera. Había muchas parecidas que mostraban diferentes escenas de una misma representación, como si el fotógrafo de todas ellas mostrase un interés concreto por el arte escénico. Había numerosas fotos en los años 1924 y 1926 de aquel escenario y las gentes de entonces que acudían cada semana a las representaciones, pero sobre todo, Oscar reparó en que una de las actrices aparecía en la mayoría de ellas.

            —Esta de aquí era tu abuela Julia, hijo.

            —¡Oh! —Exclamó Oscar.

            —Y este otro era tu abuelo Joaquín, director de la compañía… ¡Que de imágenes olvidadas retornan a mi mente!

            —¡Mira madre, aquí, en 1926! Una foto del propio fotógrafo ante un espejo. ¡Que maravilla de cámara! Es una preciosidad… —Oscar volvió a mirar sorprendido hacia la cámara, que se veía pequeña, borrosa y tenía una pequeña marca en un lateral que no pudo distinguir—. ¡Qué reliquia! Con su trípode y el foco!

            —No es necesario que te dejes los ojos en esa foto hijo, pudiendo contemplar una a tamaño natural. Tu abuelo Joaquín, compró una muy semejante pocos años después.

            Oscar quedó sorprendido. Después de tantos años y nunca le informaron de la existencia de aquella maravilla entre las posesiones de la familia. Pero Oscar reparó en algo más. Al pié de la única foto en la que aparecía el fotógrafo, estaban las iniciales C. J.

            Continuaron observando las fotografías una a una de aquellos años de interpretaciones en el teatro Pradera, pero cuando iban a comenzar a ver las de 1926, Oscar ya no pudo resistir más y enseguida rompió el silencio.

            —Madre, la exposición seguirá aquí toda la semana. Vayamos a casa, ¡estoy ansioso por ver la cámara del abuelo! —instante en que su madre, se enroscó el fular y asintió. Fue entonces cuando en el camino de regreso a casa, los recuerdos de la anciana le trasladaron a aquella época tan lejana para ella.

 

Noviembre de 1924: Era entrada la tarde, hora en que el sol ya no abrasaba a las gentes que por allí paseaban, cuando un gran tumulto se agolpaba camino al teatro y casi arrolla al joven César Jardiel, que en su afán de proteger su cámara de cualquier peligro, era él quien recibía cada empujón. Estaba desde hacía meses anunciado el debut de aquella famosa compañía en el teatro Pradera y todos querían llegar los primeros para ver a aquella representación venida de Madrid.

            —¡Muchacho! ¿Es que no vas a fotografiar este gran momento? Vamos, date prisa o te perderás el principio.

            Le dijo un caballero de gran bigote y sombrero de copa que a toda prisa acudía en su afán de ver el estreno desde una buena butaca. Entonces fue cuando César cogió fuertemente su cámara y siguió a todas aquellas gentes. Se sabía bien el camino, pues llevaba ya unos meses ganándose un dinero fotografiando cuanto sucedía en el Campo Grande. El muchacho llegó justo a tiempo de situarse al final y preparar la cámara antes que se apagaran las luces. Tras una corta presentación finalmente se abrieron las cortinas. César miraba por el objetivo de su cámara cuando una imagen maravillosa surgió de improviso sobre el escenario. La mujer más bella que jamás sus ojos contemplaron tras 28 años de vida, se aparecía ante el tras una lente.  La obra acababa de comenzar y aquella bella mujer ya había captado toda la atención de César. Su voz, su manera de andar, de gesticular con los brazos le cautivaron y no cesó en buscar la mejor instantánea. César no pudo evitarlo y deseó conocer a aquella bella mujer. Sabía que tenía la excusa perfecta, pues a menudo colaboraba con un periódico diario aportando sus fotografías. Aguardó a la finalización de la obra, tras la cual alguien vinculado al teatro regaló a la actriz un ramo de rosas rojas que ella no dudó en agradecer.

            Julia apartó la vista del ramo y al fondo reparó en la figura de un joven muchacho. Estaba quieto e indeciso, dudando si acercarse a ella o no, y una visera le cubría los ojos.

            —¡Caballero! —le dijo acercándose por el pasillo principal— Veo que usted es fotógrafo. —Sí —respondió César tan tímidamente que apenas se le escuchó—. Sí, de El Norte de Castilla. Permitidme una foto para mañana. —¿Aquí?... —¿Co... como? —¿Qué si aquí, junto a la butaca?... —¡Oh! Si, si, ahí esta usted perfecta… digo…. Ahí es un lugar perfecto, ¡sí! —y ella le sonrió—.

            Al día siguiente, César se levantó temprano y según transcurrían las horas, más deseos tenia de ir de nuevo al Campo Grande y contemplar la interpretación de aquella bella mujer. Pero sabía que la excusa de la foto ya no podía servirle, y recordaba la timidez que le invadió durante su primer encuentro, así que nuevamente aguardó al final del patio de butacas pensando como acercarse a ella mientras aquella voz dulce se escuchaba desde el escenario. Al término, su corazón comenzó a latir más rápidamente. Por su mente habían surgido miles de frases que decirla, y ninguna le pareció adecuada. La obra terminó y el público satisfecho abandonaba sus localidades. Al final, en la última butaca, César acababa de sentarse pensativo y estaba estrujando su visera con ambas manos, nervioso. Pasado un buen rato, desde lo alto del escenario alguien le observó al final del todo y bajó las escaleras. Cuanto más próximo se escuchaba aquel taconeo, más nervioso estaba César que pronto vio como aquella figura le tapaba la única luz que desprendía el escenario. No podía ver su rostro, pero enseguida reconoció la voz con la que había soñado durante la noche.

            —Le debió gustar plenamente la actuación de ayer, para ser el único que también ha venido a verla hoy joven fotógrafo. —comenzó diciendo ella. César enmudeció unos instantes que se le hicieron realmente eternos, hasta que al fin cogió aire discretamente y en un alarde de valentía respondió a la joven actriz Julia Huarte, que aguardaba sus palabras con una hermosa sonrisa.

            —Yo quisiera… Yo quisiera invitar…le a un paseo por aquí. Hace buen tiempo y… —¡Oh! —respondió ella— Estaré encantada de dar ese paseo contigo…  —César sonrió— Pero hoy no puede ser, me aguardan… —ella señaló al escenario y allí estaba un hombre mayor que ella y de buen porte. Don Joaquín que no apartaba la mirada de ellos dos—. Pero… ¡venga mañana! Daremos ese paseo. —el rostro de César se iluminó.

            —Aquí estaré. —la dijo con timidez.

            Al día siguiente, misma hora y mismo lugar, César aguardaba impaciente la finalización de la obra que interpretaba la compañía. Podría decirse que muchas de las frases de la bella Julia se las había aprendido de memoria y sin darse cuenta las recitaba en voz baja. Pero esta vez era diferente que el día anterior, pues el joven fotógrafo, vestía su mejor traje y acudía a la cita bien re peinado, sin visera, y calzando unos zapatos tan relucientes que podría verse reflejado en ellos.

            Julia aceptó su invitación. Pasearon entre rosas y camelias durante toda la tarde. Hablaron de teatro, de fotografía, de la dictadura militar que asolaba el país y de sus sueños futuros. Al caer el día, junto al estanque, sellaron sus labios con un beso.

            —No puedo dejar de pensar en usted, desde el momento de su aparición en el escenario —susurró César—. Pero no sé si he hecho bien, no quisiera incomodarle.

            —No se preocupe, no voy a enfadarme —respondió Julia, a quien le embargaba una sensación híbrida de sorpresa y felicidad absoluta.

            La primavera transcurría mientras Julia y César conocían ya todos los rincones del jardín: bailaban pasodobles junto al kiosco de música, reelaboraban una infancia soñada comiendo obleas y de vez en cuando almorzaban junto a sus amigos ferroviarios.

            Julia se sentía realmente amada, descubría el deseo y la libertad junto a aquel joven fotógrafo. Se había enamorado por primera vez. Sus cuerpos eran sólo uno, perdidos por la pasión de un amor prohibido para el resto de la sociedad.

            Pero aquel mes de felicidad compartida, llegó a su término cuando la compañía finalizó sus representaciones y don Joaquín decidió partir a Barcelona en busca de más éxitos y fama. César  comprendió que sus encuentros habían llegado a su fin, que quizá sería la última vez que iban a verse y que tan solo le quedaría el recuerdo del bello rostro de Julia plasmado en aquellas fotografías que el guardaba celosamente en su corazón.

14 de abril de 1931: Siete años después, a las seis y media de la tarde, El Norte de Castilla, con toque de sirena, anunciaba la proclamación de la República. Socialistas y republicanos habían ganado las elecciones en las principales capitales de provincia. César con su inseparable cámara, inmortalizaba el momento junto al paseo principal del Campo Grande: Valladolid era una fiesta. Hombres y mujeres, jóvenes y mayores, querían retratarse con la bandera tricolor para celebrar el triunfo de la Democracia.

De pronto, una mujer bella y esbelta se acercó a su cámara. Quedó asombrado. Era ella. Julia, su amada, a la que tanto había añorado. En los últimos siete años, César, decepcionado, huyó del amor y se refugió en su compromiso político, dispuesto a luchar por el cambio que condujese a la igualdad y la libertad de los españoles. En cambio, ella había cambiado: había cortado su larga melena, llevaba sombrero y olía a perfume caro. Toda una dama burguesa. Se acercó a él y le susurró:

—¿Cómo estás, César? —el fotógrafo contestó con cierto aire de resentimiento:

—Como siempre, sin embargo, tú no pareces la misma.

—Después de un tiempo viviendo en Barcelona, hemos estado de gira por Argentina. Allí la compañía ha tenido un gran éxito y hay muchos españoles, es un país rico y maravilloso.

—¿Por qué has vuelto, Julia? —le preguntó César.

—Con el cambio político, Joaquín ha decidido regresar animado por el partido y ocupar un alto cargo en Madrid. Es muy probable que la compañía se disuelva porque hay actores que no comparten sus ideales… —respondió ella. Pero antes que terminase de hablar César le interrumpió, inquieto:

—¿Qué quieres de mí? —Julia se aproximó a sus labios y le besó apasionadamente acallándole, como en su primer paseo junto a la Fuente de la Fama; pero, la voz de una niña, que jugaba alegremente con una comba de saltar, entorpeció el momento:

—¡Mamá, mamá! ¡Quiero hacerme una fotografía!

—Sí, hija mía —dijo Julia—. Este señor te hará una foto preciosa. —añadió.

César, sorprendido por la presencia de la niña, bromeó con ella:

—Muy bien, ponte aquí, jovencita. ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Florita, señor. —La mirada de aquella muchachita rubia y de ojos grises, se grabó para siempre en la mente del fotógrafo. Habían pasado siete años. La mirada de César se quebró de repente y Julia al verle, comprendió que aquella situación no era una comedia más de las muchas que había interpretado tantas veces con final feliz y debía actuar cuanto antes. Pero esta vez, en la vida real.

César consiguió reaccionar, y tras una foto perfecta a aquella niña curiosa que no se separaba de su comba de saltar, no pudo más que decir:

—Mañana estaré junto al estanque a esta misma hora. Te daré la foto de tu hija. —con una sonrisa forzada, alborotó el pelo del pequeño que no apartaba los ojos de aquella cámara, y dio media vuelta, cabizbajo, mientras ella le veía marchar por el paseo, hasta que un grupo de gente enarbolando sus banderas se interpusieron entre los dos.

Eran las seis y media de la tarde del 15 de abril y César, aguardaba nervioso sentado en un banco junto al estanque. Era un precioso atardecer que las gentes no desaprovecharon para pasear por aquellos caminos de tierra húmeda, puesto que había llovido en la mañana. Cuando a varios metros comenzó a escucharse una fuerte discusión que llamó la atención de muchos. Una mujer y un caballero discutían acaloradamente. Parecía que el la estaba siguiendo allá donde ella iba. Ella intentaba zafarse cada vez que la sujetaba del brazo, pero el desconocimiento impedía que alguien interviniera. En un momento de mayor discusión, la bella mujer comenzó a correr como pudo hacia el lugar donde su cita aguardaba. Pero la mala fortuna, provocó que aquellos zapatos de alto tacón y la largura de su vestido blanco la hicieran tropezar y al caer, su cabeza golpeara con la esquina de un banco próximo a donde César aguardaba con impaciencia.

No tardó en formarse un corro entorno a ella, pero nadie se atrevía a asistirla, ningún doctor había entre aquellas personas cuyo atardecer se tornó en tragedia. Junto a la mano diestra de Julia una carta que no se llevaba el viento. César estaba cerca, impaciente mientras miraba su reloj y observando a su derecha como un corro se había formado en torno a algo que no sabía que era. Con curiosidad se acercó y procuró ver lo ocurrido hasta que lo consiguió. Pero era otro el que al otro lado, también se abría paso.

—¡Dios mío, es mi esposa! ¡Ayuda!

Gritó don Joaquín agachándose, hasta que una sombra cubrió aquel cuerpo caído, levantó la mirada y allí estaba César. Sin mencionar palabra, don Joaquín alargó su mano con rapidez y cogió aquella carta con disimulo que se guardó mientras lloraba y César, entre lágrimas contenidas, dio media vuelta en busca de soledad.

 

Diciembre de 2008: Ya era mediodía de aquella fría mañana de invierno, y Oscar muy ilusionado, llegaba de regreso a casa en compañía de su fatigada madre que apenas conseguía seguir su paso. Subió por las escaleras hasta que llegó al desván, una alcoba llena de trastos viejos, ya olvidados. Allí iba a descubrir el gran secreto de su padre, su verdadero origen.

Pronto descubrió arrinconada en una esquina, una manta que cubría un gran objeto y Oscar no dudó en exclamar: —¡Ah, al fin! Esto debe ser.

Tiró con cuidado de ella, pero aun así no pudo evitar que todo aquel polvo acumulado se alterase. Bajo la manta, la Ermanox, una hermosa cámara de placas de vidrio que con el paso de los años ha cobrado un gran valor.

—Mire madre, es una hermosura y esta casi nueva. ¿Cómo puede ser que el abuelo la tuviera tantos años aquí guardada y nunca la utilizase?

—Tu abuelo Joaquín nunca permitía que subiéramos a este desván. Con el paso de los años y mi pobre memoria, me olvidé de ella, hijo. – Pero en ese instante Oscar que no cesaba de observar al mínimo detalle cada centímetro de la Ermanox, reparó en algo que le hizo recordar. - ¡Padre aquí! Aquí en el lateral hay grabadas unas iniciales… C.J.

En aquel mismo instante, la curiosidad de la anciana cobró un interés oculto hasta ese instante, se acercó, tocó la cámara y ambos se dieron cuenta que el trípode estaba cojo, que bajo una de las patas un sobre amarillento permanecía inmóvil.

—Madre yo lo cogeré. —enseguida Oscar, menos torpe que su madre, recogió aquel sobre dejando este un notable surco de polvo sobre las maderas de aquel desván. En el sobre, las siglas C.J. En su interior, una carta escrita en tinta con letra de mujer, que los dos se dispusieron a leer…

— “15 de abril de 1931

César, han pasado siete años y son tantas y tantas las cosas que deseo relatarte… Aún recuerdo aquellos paseos y aquellos atardeceres que pasamos juntos junto al estanque. Todas aquellas veces que te busqué con la mirada en la última butaca. Necesito que sepas que no hay día en que no he pensado en ti desde Argentina. Que tras cosas que ocurrieron al poco de llegar a Buenos Aires te envié aquella primera carta para decirte que el viaje fue bien, pero Joaquín la descubrió y nunca supe si te había llegado. Te envié más cartas pero el evitó que llegaran a su destino. Me tiene prohibido hablarte, verte, estar contigo. Esta carta es el único medio de que sepas la verdad, una verdad que Joaquín averiguó a los pocos meses de llegar a la Argentina.

César, ayer cuando hiciste aquella foto a mi hija, comprendí que mi deber es decirte la verdad. Mi hija, no es hijo de Joaquín, él lo sabe, pero le importan más las apariencias y lo cuida como suyo. Pero dudo de sus intenciones. Le interesa más su compañía que yo misma desde que lo sabe y ya no puedo resistir más. Su influencia en el mundo del teatro va más allá de lo que pensé en un primer momento y me amenazó con destruir mi carrera de actriz.

César, en Buenos Aires me pronosticaron una terrible enfermedad y me quedan pocos meses de vida. Mi hija no sabe nada, la decimos que son simples mareos, pero pronto comenzará a hacer preguntas. Mi único deseo es que cuando yo falte te hagas cargo de ella, pues se que Joaquín es capaz de abandonarla en cualquier orfanato. No puedo más que suplicarte que lo busques pues tu sangre corre por sus venas”.

Ambos dejaron de leer al tiempo que asimilaban que aquella hermosa cámara había guardado aquel terrible secreto durante tantos años.