Capitulo I

La Ciudadela
 

Transcurría un claro y soleado amanecer en el valle de Bibelot. Al noroeste una gran montaña que recibía el nombre de Muodo cuya cima siempre se apreciaba helada y con abundante nieve, pero que en su parte inferior se convertía en una hermosa ladera de provechoso pasto para el ganado. Una gran montaña repleta de árboles y cavidades. Al pie de la misma, el comienzo de un hermoso valle en donde se encontraban numerosas granjas y molinos. Granjas tanto avícolas como vacunas, ovinas y sobre todo caprinas, pues de esta leche estaba compuesta la bebida mas preciada del reino. Solo el acecho de los lobos habitantes ocultos de la cima de la montaña, hacían peligrar las reses, pues se sucedían noches en las que, hambrientos, algunos solían acechar las ganaderías para alimentar a sus crías. Por lo que los capataces debían de estrechar la vigilancia.

            —Buenos días, buen Miélagan  —saludó el soldado—. ¿De nuevo en vuestro paseo?

            Como cada mañana a estas horas, siempre le veía aproximarse desde el mismo lugar apoyando el cuerpo en aquel palo largo desigual. El joven soldado lucía en su pecho las dos lunas, símbolo y emblema de Bibelot, y sus ropas eran moradas y blancas. Una espada en su cintura y una lanza completaban su atuendo. El viejo Miélagan, un hombre alto, muy delgado y de majestuosa barba canosa, salía de su hogar cuando palo en ristre comenzaba su paseo matinal. Pero al contrario que otros días, el anciano astrólogo de sesenta y ocho años no respondía al soldado como venía siendo costumbre en él. Se encontraba con la mente ausente, como sumergido en sus propios pensamientos, que a juzgar por los gestos que hacía arrugando el rostro no debían serle muy gratos.

            —¡Viejo loco! —renegó el guardia, tras cruzarse con el hombre.

En seguida Miélagan tomó el camino hacia el muro repitiendo el mismo recorrido de cada amanecer. El gran muro de Bibelot que en su extremo está unido a la montaña y que divide el palacio real; grandioso palacio blanco que en épocas del primer Rey fuera el epicentro de todo Trabylen, sus jardines; repletos de azucenas blancas y hermosas rosas blancas y rojas, el palacete; edificio también blanco en donde gracias a su belleza y ostentosidad se habían alojado grandes personalidades con el paso de los años, el antiguo refugio; una casa pequeña y vieja con tan solo una puerta y sin ventanas, los restos del edificio del cónclave del consejo; en el cual se habían tomado las decisiones más relevantes al norte de Trabylen hasta el día de su provocado incendio. El cuartel de la guardia real, edificios nobles y las casas de familias de prestigio, quedando estos situados en la parte interna de la ciudadela, por lo que las granjas y hogares de siervos y humildes trabajadores del valle se quedaban situados entre el muro interno y la muralla exterior.

No todos los ciudadanos de Bibelot tenían por aquel entonces acceso a los edificios situados tras el muro interno, hacia el norte. Tan solo la guardia real y los guardias juramentados de cada casa de prestigio que alardeaba de poder pagarlos podían vivir allí, suponiendo aquello una gran tranquilidad en las familias de mayor poder que no debían preocuparse de sufrir hurtos y saqueos.  Pero el viejo Miélagan era una excepción. En años pasados, fue un gran astrólogo que trabajó a las órdenes del Rey Lonjaar, pues este confiaba plenamente en sus predicciones y se mostraba muy interesado en el mundo astral. Pero aquello quedó en el pasado, y por estas fechas Miélagan era para los ciudadanos del valle un simple viejo loco y sexagenario padre del guardián de la ciudadela. Pese a su cantidad de aciertos a la hora de predecir hechos importantes.

Como ausente, no tardó el anciano en pasar por el cuartel de la guardia real que ya estaba formando en el patio de armas, bajo las primeras luces del alba. De inmediato cruzó el muro interno en dirección sur y se encaminó hacía las granjas. Eran numerosas y sus trabajadores se afanaban en su trabajo aprovechando las primeras luces. Miélagan quería contemplar con sus propios ojos si comenzada la primavera, las cosechas habían empezado a dar sus siembras. Finalizaba la época de lluvias y los agricultores ya se disponían a recoger el resultado de su trabajo diario, como podían ser legumbres y hortalizas, destinadas algunas a venderse en aldeas cercanas o en  poblados más lejanos como Edernial.

Miélagan puso mala cara mientras observaba la siembra. Algo llamó su atención. Giró con dificultad su cuello hacia la izquierda y pudo ver con asombro, que ninguno de los cuatro molinos era mecido por el viento. Algo muy extraño y preocupante a esas horas de la mañana. No tardó en darse cuenta que no existía ni una sola brizna de aire.  Abandonó la roca en donde se había sentado unos instantes a descansar, y enarbolando su viejo bastón de apoyo prosiguió su camino hacia el pequeño puerto de Bibelot. También conocido en Trabylen como Puerto del Rey.

—¡Recordad a vuestro hijo que debe pasar por mi casa a recoger un poco de miel, anciano Miélagan! —le gritó el granjero al verle pasar junto a su casa. Pero el astrólogo iba tan absorto en sus propios pensamientos que ni siquiera se volvió, y siguió adelante sin percatarse de la presencia de aquel hombre—. ¡Maldito viejo! ¡Así se os caigan las orejas! —añadió el trabajador indignado tanto o más que el soldado.

 Miélagan caminaba deprisa con el único apoyo en aquel palo y no tardó en llegar al puerto. Se sentó nuevamente algo fatigado y observó aquella deliciosa estampa que cada día amenizaba ese lugar.

Al nordeste los barcos de pesca llegaban a puerto con su recompensa repletos de merluzas, mero, pescadillas, bacalao, lubinas, atún y anchoas, que son muy abundantes en las gélidas aguas del mar Kándrico.

Muchos dicen que el mar Kándrico esta hechizado, que en el habitaban seres mágicos y criaturas extrañas y monstruosas que aún se ocultan en sus aguas. Otros comentan que son sirenas quienes surcan el mar. Justificaban pescadores en jornadas en las que regresaban sin recompensa, que eran sirenas quienes rompían sus redes liberando a los torpes peces que caían en ellas. Opiniones incrédulas basaban sus teorías en que los pescadores eran victimas de la exposición al sol y por eso creían ver seres inexistentes. Sin duda, el anciano astrólogo tenía la arraigada opinión que las sirenas sí existieron… Al menos en una época pasada. El mar Kándrico que mágico o no, se perdía en el horizonte allá en el norte y es el único medio de llegar hasta las lejanas islas isvelias del nordeste.

En tierra se podía observar que Puerto del Rey no era un puerto muy grande, pero que se extiende desde el saliente en donde una gran torre vigila el horizonte y por las noches alumbra con su llama la situación exacta de Bibelot, hasta el mismo comienzo del río Dayrus en las proximidades del temido por muchos, bosque mágico de Endorian.

En el astillero, constructores arreglaban los pesqueros, y en la cala más de veinte navíos de guerra, siempre preparados para la batalla, se vestían para las fiestas con banderas azules, moradas y estandartes con las dos lunas plateadas.

            Miélagan observó este detalle con todos los barcos engalanados y no pudo evitar fruncir el ceño y llenarse de preocupación. ¿Acaso él sabía algo que todos los habitantes de Bibelot habían pasado por alto? Sin mediar palabra el anciano observó ambas murallas que al parecer se hallaban bien protegidas. En cada una de las cinco torres de vigilancia del reino había tres guardias, mas un regimiento que hacía su ronda paseando en lo alto del muro interior, y otros tantos en los límites del reino hacían lo propio sobre el muro exterior, vigilando cada movimiento que pudiera provenir de las tierras áridas del sur.

Como cada amanecer la guardia real empezaba su ronda, recorriendo en pequeñas formaciones de cuatro las calles próximas a los edificios nobles. Edificios construidos de piedra de caliza blanca, por lo que a pleno sol su blancura a veces daba sensación de espejo. Sin duda en la Era Antigua, el arquitecto de todos y cada uno de los edificios nobles pensó que, en época de luna llena, su brillo sobre estos edificios proporcionaría luz suficiente para alumbrar la ciudadela por las noches.

Cuenta la leyenda, que con esa única teoría dicho arquitecto ordenó traer al reino cuanta piedra caliza  se pudo reunir en tierras lejanas. Aún sin el consentimiento de su rey y fundador, que maravillado por el resplandor de su palacio, ordenó que el resto de edificios fueran construidos con idéntico material y recompensó al arquitecto con quinientos bilunios de plata.

Quinientos bilunios de plata suponían en la Era Antigua una pequeña fortuna, pues un bilunio de plata equivale a cincuenta lunios de bronce y, dado que con quince bilunios de plata se puede adquirir una gallina, o, con cuarenta un cerdo, el gran arquitecto de tan suntuosos edificios consiguió una gran riqueza con el paso de los años que aplicó en la construcción y mejoras del muro externo. Muro en cuyas paredes quedaba una oquedad interior que permite desplazarse por ella a las tropas del reino, y por cuyas minúsculas ventanas situadas de extremo a extremo, permiten una mayor defensa gracias a la mejor colocación de los arqueros y ballesteros. De aquel modo, estos podían disparar más fácilmente sus flechas a cuanto enemigo intentase escalarlo.

Así como la creación de sus celebres fosas resbaladizas, que con un complicado sistema de canalización de agua, convierte estas fosas llenas de lodos en verdaderas trampas para soldados enemigos que intentaban nadar por ellas. Aquello dificultaba el ataque de tropas en algo tan líquido como sólido, gracias al sistema de canalización que mantiene el lodo húmedo y viscoso durante todo el año.

Al igual que el muro exterior, su ingenio y visión fue tal que ideó la construcción de la cúpula del oráculo del edificio del cónclave de sabios.

Con sus edificaciones no solo consiguió una notable riqueza, sino el respeto de cada ciudadano de Bibelot y una gran amistad con el Rey Golator Junker. Que tras el fallecimiento del arquitecto, pasados los años ordenó que sus restos fueran sepultados bajo dicha cúpula en el interior del edificio.  

Aproximándose al muro exterior en su paseo, el anciano Miélagan observó como el puente levadizo necesario para cruzar el río Dayrus y acceder a la ciudadela comenzaba a abrirse. Una de sus ramificaciones lo recorría de extremo a extremo llegando hasta las granjas. Y tras él, una alta torre de vigilancia, desde la cual sus tres vigías observaban como carros de mercancías llegaban cada día por el camino de Edernial, dejando atrás los molinos y disponiéndose a cruzar el portón de carromatos.

Junto al camino, a las puertas de la ciudadela, una posada siempre agradecida por caminantes de otras tierras y que Miélagan solía visitar con bastante frecuencia. Junto a ella y muy cerca de los hogares de los humildes ciudadanos del valle, una taberna con gran afluencia de gente. Mas aún tratándose de estas fiestas, pues gentes de la lejana Edernial y aldeas afines al reino se aproximaban a vivir de cerca las celebraciones. Se comenzaba a escuchar el martillo del herrero y la convivencia en Bibelot denotaba al fin alegría.

            Pero a pesar de la alegría desbordante que en este mes festivo comenzaban a desprender todos los habitantes del valle, Miélagan no estaba a gusto. Era una persona extraña desde hacía ya unos años y apenas tenía gente a su alrededor con quien hablar, a quienes contarles sus preocupaciones o sus predicciones. Tras su paseo matinal, Miélagan regresó muy serio a la casa de su hijo el guardián de la ciudadela y cerró la puerta tras de sí.

*          *          *

 

Proviniendo de Edernial, el buen carretero dejó atrás el pequeño puente que atravesaba el río Lervia y llegó con su mercancía habitual de frutas y verduras.

—¡Arre arre!, mis fieles caballos. Ya poco nos falta para llegar y allí saciaré vuestra sed. ¡Vamos más deprisa! Estamos en un camino que me causa temblor cada vez que pasamos junto a este bosque —les hablaba a sus dos caballos de tiro con quienes solía mantener largas conversaciones en cada viaje que realizaba. Conversaciones en las que incluso a veces llegaba su imaginación a pensar que le respondían. De algún modo el hablar con sus caballos, ayudaba al mercader a calmar su miedo, imaginando que estos podrían entenderle—. ¡Eh!, ¿qué es ese ruido? —se preguntó de pronto el viajero en un sobresalto, mientras sus caballos iban dejando de lado el bosque de Kalodorn—. Mejor será que me de prisa.

Josalón era un hombre desgarbado de cuarenta y cuatro años, con una alopecia bastante considerable dada su edad. Vestía ropas humildes y roídas por el paso del tiempo. Apenas llevaba dos capas de ropa; pantalones rotos, una camisa amarillenta y un chaleco viejo, y sus huesos estaban temblorosos por el frío del amanecer. Estaba nervioso. Con frecuencia solían producirse numerosos asaltos a esta altura del camino y él, en su condición de comerciante, no sabía manejar una espada. Muy probablemente nunca en su vida tuvo oportunidad o un mínimo interés por aprender el arte de la guerra. Ni tan siquiera de blandir arma alguna.

—¡Alto, deteneos! —gritó de repente una voz entre los arbustos. Estaba amaneciendo y al parecer algunos desconocidos aguardaban con impaciencia la llegada por el camino de este cargamento—. Vamos, ¡soltad las riendas si queréis vivir!

—¿Quién sois? —preguntó asustado Josalón, sin cesar de volverse y mirar a todas partes. Pero no veía mas ramas y hojas secas caidas en el camino—, ¿qué queréis de mí?

—¡Bajad del carro si no queréis morir! —repitió aquella voz. De pronto varios desconocidos se presentaron ante él, y no aparentaban tener buenas intenciónes—... Tailo sujétale bien fuerte —le ordenó uno de los desconocidos a otro de sus hombres, mientras Josalón temblaba de miedo—. Tú —señaló a uno con el índice—, ve descargando todo en los sacos. ¡Vamos de prisa! Alguien podría vernos aquí a plena luz.

Los tres hombres no dudaron en vaciar a toda prisa el carro del bueno e inocente comerciante que no se atrevía a mediar palabra, dada la amenaza de una espada en su garganta. Estaban robándole toda su mercancía delante de sus propios ojos y a cara descubierta, pero si se le ocurría discutir o alzar la voz, podría ser su vida lo que pudiese perder.

—Cargar los sacos en los caballos —ordenó el que parecía ser el jefe. Un hombre de cabellos rubios y ojos claros de unos veintiséis años—. Y vos buen hombre, no temáis. Tomad las riendas de vuestro carruaje. Quedaos con los caballos —Comentó el joven observando a la vez que los caballos ya eran viejos, mientras propinaba a uno de ellos dos leves palmadas.

—¡Iros! —le dijo el otro de cabello castaño y rizado—. Sois libre de volver con vuestra familia.        

A juzgar por su voz parecía ser extranjero, y apenas aparentaba tener veintidós años. Ambos portaban espadas y cuchillos al igual que sus compañeros que permanecían en silencio cargando los sacos. Aquellas fueron para Josalón unas palabras de libertad que quedarían grabadas en su mente para el resto de su vida. Sin más, los tres desaparecieron entre el follaje del frondoso bosque de Kalodorn cargados con las sacas que estaban a rebosar de frutas y verduras, y abandonaron a su suerte al hombre enclenque en pleno camino, con sus derrengados caballos si…  pero con el carro vacío. Quedó tan nervioso y asustado que no daba crédito a lo que le acababa de suceder, por lo que comenzó su huída hacia la ciudadela antes que los asaltantes cambiasen de idea y decidieran volver a por el y retenerle. Por suerte el buen Josalón había salvado su vida.

Nada lejos de ese lugar… en el mismo valle de Bibelot, lugar al que conduce el camino donde Josalón se encontraba…  El día ya se había puesto en marcha y todo era movimiento en la ciudadela. Los ciudadanos no cesaban de trabajar. Mujeres y niños adornaban puertas y ventanas de sus humildes casas con estandartes y banderas con las dos lunas y las dos murallas blancas sobre fondo morado de Bibelot, en honor al acontecimiento anual que comenzaría al día siguiente. El mes festivo de las dos lunas.